lunes, 17 de agosto de 2015

Mi primera vez.

La primera vez que de verdad me giré para ver un esqueleto andante tendría unos doce años.
Iba por una de las calles más céntricas de mi pueblo, acompañada de mi madre.
Y entonces la ví. No era una chiquilla en absoluto, tendría unos 25 años. Era muy alta o al menos, desde mi dimensión, lo era.
Tenía el pelo rubio, cortado a la moda de entonces, a escala desordenada, liso y le caía por los hombros.
Era guapa. De rasgos afilados, tenía los pómulos sobresalientes, la barbilla fina. La nariz era pequeña y puntiaguda. Su boca era grande, de labios gruesos y ojos grandes y rajados.
Para mí, era guapísima, pero lo que más impacto (y admiración) me produjo fue su canónico cuerpo.
Llevaba unos pantalones de cintura baja con lo cual los huesos de las caderas se le asomaban con elegancia. A cada paso que daba, casi podía notar su piel siendo rasgada por esos huesos. También yo habría suspirado por esos huesos.
Y lo mejor no era eso, era que llevaba un top de licra muy ceñido bajo el cual se adivinaban unas costillas bien marcadas y definidas.
El escote le hacía un pecho pequeño, pero prieto, que adornaba su cuello con un collar de clavículas que nacían desde el centro hasta casi el fin de los hombros.
Y caminaba con una seguridad apabullante, mirando por encima del hombro, absolutamente a todo el mundo.
Y yo quería ser ella, con mis doce añitos y mis diez kilos de más.
Mi madre hizo un comentario despectivo al verla, con un tono de total desaprobación, pero yo ya me había enamorado.
Y creo que desde entonces estoy tratando de encontrarme con ella.

No me he parado a pensar en lo que marcó aquella mujer mi vida hasta que he rescatado este recuerdo.
Mis ídolos, mis gustos, mis metas, mi estética, al final ha estado relacionada intrínsecamente con esa mujer.
10 años después.

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